Cronista Oficial de Montijo y Lobón

Salgo del Paseo por la calle que va a la Iglesia, concurrida los domingos y días de fiestas, hoy de Castelar, hasta la plazuela de doña Juana, luego de la Falange y ahora de la Constitución, y camino hacia arriba por la Avenida Emperatriz Eugenia, hacia la escalera grande del paseo del Campo de la Iglesia, un espacio tan capaz que pocos como él existen en la provincia. Un atrevimiento llamar avenida a esa porción de casas. Un visitante forastero al oír Avenida y después Rambla, dice que esperaba ver otro espacio distinto, más grande, más extenso.

Tras producir varios pasos hacia arriba aparece ‘El Piquete’, que no de ejecución sino el lugar más elevado de la cuesta, del cerro, monte, montecillo, Montillo, Montixo, Montijo. De Agla a voy al Montijo, vengo del Montijo. Del resplandor al montecillo. Del pozo, al agua, a la fuente de vida, arropada por la dignidad revestida por el poder del Concejo, bajo la sombra de unas acacias. En ‘El Piquete’ hubo cuatro ases comerciales: Martin Garay, Alfonso Merino, Benito Serrano y Domingo Pérez. Junto con el Bar Arriba de Pedro el rubio, marido de Catalina que vendía chucherías.

Al dejar ‘El Piquete’, que es la acrópolis según Montijo, está la calle Reyes Católicos, bautizada antes por la de los Entierros, pues por ella pasaban y pasan los cortejos fúnebres que iban al Cementerio que estuvo en el hoy Parque Municipal, en el Cerro de La Cruz, y el actual, en el camino que va hacia La Roca de la Sierra.

Siguiendo con el paseo por el Campo de la Iglesia, recinto que habla en su historia de silos para guardar granos, de almacenarlos en el Pósito, y de voces de la chiquillería del colegio Giner de los Ríos, luego nombrado Padre Manjón, donde hoy se enseña música, canto y danza. Donde se hace y transmite cultura.

Tras él la Huertecilla, las tierras del Barreal y el Valle, que desde los años cincuenta del siglo pasado se fueron llenando de calles, casas y un gran pozo que suministraba agua a los vecinos, ahora símbolo de esa barriada, en el principio de la calle que menciona al adelantado que vio por primera vez el océano Pacífico, Vasco Núñez de Balboa.

Bordeando la sinfonía de la piedra antigua, del monumento más grande, más alto y más esbelto, que resiste al paso de tiempo, que acoge el espacio del gótico tardío en su bóveda central, y del crucero y capilla mayor que labraron los canteros Francisco de Montiel, obrero mayor del duque de Feria, y su hijo Bartolomé. Llego a la calleja en la que se ven dos columnas y un dintel, junto a la estrechez de sus aceras. Son los restos de la primera parroquia cristiana hasta ahora documentada, la de San Isidro que no Isidoro. Aquí la luz vence a la noche al ser el tentudia montijano.

Dice Borges que en el hoy están los ayeres. Un ayer torturado y derrotado. Es el Montijo del aquí estuvo, pero ya no está. Cuánto patrimonio desaparecido. Cuánta insensibilidad, cuánta indolencia producida por los irresponsables que han gobernado el municipio, ante lo mucho y precioso que hemos perdido. Cuánta ignorancia e incultura derramada por la insensibilidad hacia la historia.

La plazuela del Conde, hoy de Cervantes, corazón santiaguista, es una muestra del ayer maltratado. La Casa de la Encomienda, el Hospital de pobres, la casa palacio de los Condes, la de sus administradores, la Casa Granero y la casa donde se recibía el correo. Todo destruido, ya no hay nada, solo la memoria de lo que fueron. Unas piedras de molino testifican su reutilización sobre un acerado. Hay geranios en un balcón. Eliminaron la plazuela de Las Cocheras para hacer la Plaza de Abastos y la derribaron para construir el Teatro. Que bien hubiera quedado estos dos espacios abiertos al Campo de la Iglesia y la plazuela de las Cocheras, junto con la admiración y sabor a historia de tanto monumento que hubo.

Jhon Ruskin, escritor y crítico de arte, ha sido así de rotundo: “Los antiguos edificios no son nuestros. Pertenecen en parte a los que los construyeron, y en parte a las generaciones que vendrán. Los muertos aún tienen algún derecho sobre ellos: aquello por lo que trabajaron…nosotros no tenemos derecho a destruirlos. Tenemos libertad de derribar lo que nosotros mismos hemos construido. Pero aquello por lo que otros hombres entregaron su fuerza, su salud y su vida, su derecho sobre ello, no acaba con la muerte”.

Cerca hay otra plazuela, la del Barrio de la Pringue, junto a la calle Carnicería, porque en ella estuvo esta casa municipal, ahora llamada de Cánovas, político conservador. En los escalofríos de diciembre huele a tripa y especias para la matanza. Los árboles amarillean. Y más allá, tras pasar las posadas que en otros tiempos dieron servicio a los huéspedes: la plazuela de Jesús. El Montijo del aquí estuvo, retorna de nuevo al desaparecido Teatro Calderón. Sorprende que aún se sigan oyendo lamentos, risas y aplausos, eco de otros tiempos. Frente a él la calleja que iba a las tenerías donde se trataban y curtían pieles, el Corral del Concejo y el Callejón del Esquileo.

(De mi libro, “Montijo, los surcos de la memoria”. Capítulo: Testigos de la luz del tiempo)